30.12.08

el don de la ternura


magda banach- fotografía digital con retoque wicininka



Tarde en la noche. Comenzó a nevar.

Los copos húmedos caían

más allá del cristal de las ventanas,

surcando el aire frío


ocultaban el resplandor de la ciudad.

Observamos un rato la tormenta

sorprendidos, felices, satisfechos

de estar allí y no en otro sitio.

Puse un leño en el hogar,

me pediste que regulara

el tiro de la chimenea.


Nos metimos en la cama.

Cerré mis ojos, de inmediato,

pero

por razones que desconozco

antes de dormirme

el aeropuerto de Buenos Aires

atravesó mi memoria.

Recordé esa

tarde,

la temprana oscuridad, las sombras.


Reconstruí la escena:

regresé a ese paisaje desolado

donde flotaba un silencio sepulcral

interrumpido únicamente por el rugido

de las turbinas del avión que carreteaba

lentamente bajo una lluvia de granizo,


tan fino que lo confundimos con nieve.

En las ventanas de los edificios no había luz.

Un lugar realmente solitario.

Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.

No vimos a una sola persona.

"Es como si todo estuviera de luto,"


fue tu comentario.


Abrí mis ojos.

El ritmo de tu respiración

me dijo que estabas profundamente dormida.

Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.

Mis evocaciones

me trasladaron de la Argentina


a un departamento en el que pasé

un tiempo de mi vida, en Palo Alto.

No nieva en esa ciudad,

pero el departamento disponía

de un amplio ventanal desde donde

podríamos haber mirado por horas

la autopista que rodea la bahía.


La heladera estaba al lado de la cama.

Las noches calurosas, sofocantes,

cuando me despertaba con la garganta seca

sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta

y dejarme guiar por la luz interior


hasta el botellón con agua refrescante.

En el baño un pequeño calentador eléctrico

descansaba cerca del lavatorio.

Todas las mañanas mientras me afeitaba

calentaba agua en una vieja sartén,

el frasco de café instantáneo,


siempre a mano, en el botiquín.


Un mañana me senté en la cama

vestido, recién afeitado,

bebiendo sorbos de café caliente

intentando olvidar planes,

proyectos, todas esas cosas

que había decidido realizar.


Finalmente disqué el número

de Jim Houston que vive en Santa Cruz,

le pedí prestados 75 dólares.

Me contestó que estaba sin fondos.

Su mujer había viajado a México

por unos días y él ya no tenía dinero,


no llegaba a fin de mes.

"Está bien", le dije. "Te entiendo."

Y así era,

no necesité explicaciones.

Hablamos un poco más y cortamos.

Terminé el café cuando el avión

comenzaba a elevarse en mi recuerdo


y yo desde la ventanilla miraba

por última vez las luces de Buenos Aires.

Después cerré los ojos

iniciando el largo regreso.


Esta mañana hay nieve por todos lados.

Hablamos sobre la tormenta.

Me comentás que no dormiste bien.


Te digo que yo tampoco.

Tuviste una noche terrible. "Yo también."

Estamos tranquilos el uno con el otro,

nos asistimos tiernamente

como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,

las mutuas inseguridades.


Creemos adivinar los sentimientos del otro,

no podemos, por supuesto, nunca podremos.

No tiene importancia.

En realidad es la ternura la que me interesa.

Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,


esta mañana, igual que todas las mañanas.



raymond carver






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